El consenso y sus efectos en el pensamiento libre y la ciencia.

El consenso se presenta frecuentemente como una herramienta para la construcción del conocimiento y la toma de decisiones. Sin embargo, una mirada más profunda revela que el consenso puede ser un enemigo del pensamiento libre y de la expresión de ideas divergentes.

Cuando se impone un consenso de forma prematura o forzada, se coarta la libertad intelectual. La capacidad de disentir y aportar perspectivas novedosas es fundamental para el progreso. Sin embargo, la búsqueda a ultranza del consenso lleva a demonizar cualquier voz disonante. Se crea así un ambiente donde prima la conformidad y se elimina el cuestionamiento.

Esto se debe a que el consenso se basa en la necesidad psicológica humana de pertenencia a un grupo. Al presentar una postura como consensuada, se genera una presión inconsciente para adherirse a ella y evitar quedar excluido. Pero esto lleva a un pensamiento gregario donde se adoptan ideas sin un análisis crítico real. Se cae en la falacia de pensar que algo es verdadero solo porque la mayoría lo cree así.

Por otro lado, el consenso se vuelve rápidamente una camisa de fuerza intelectual. La necesidad de mantener un frente unificado hace que se evite reconsiderar posturas aun cuando surjan nuevas evidencias. Esto frena el crecimiento del conocimiento, que depende de estar abierto a cambiar de perspectiva. Además, la presión por conservar el consenso lleva a marginar o atacar a quienes piensan diferente, creando un clima de censura.

Esta uniformidad impuesta tiene claros tintes antidemocráticos. La democracia se basa en dar representación tanto a mayorías como a minorías. Pero el consenso absoluto conduce a marginar cualquier voz disidente anulando su participación. De esta forma, se traiciona el espíritu democrático. Una sociedad diversa y plural necesariamente implica disensos. La clave está en gestionarlos de forma constructiva, no en pretender erradicarlos.

Por otro lado, forzar consensos viola el derecho a disentir, que es una piedra angular de la democracia. Cuando se demoniza cualquier voz divergente, se genera un clima de miedo que empuja al auto-censura. Esto impide el debate vigoroso y abierto que requiere la democracia. Así, la obsesión por el consenso puede abrir el camino al autoritarismo.

De igual manera, el consenso forzado resulta nocivo en el ámbito científico. La ciencia descansa en la búsqueda desapasionada de la verdad, guiada por la evidencia empírica. Pretender sustituir esto por un mero acuerdo social o político es una aberración. Sin embargo, algunos defienden tal consenso seudocientífico para promover sus propias agendas.

La industria tabacalera es un ejemplo de cómo se puede abusar falazmente del argumento del consenso con fines pseudocientíficos. Durante décadas, alegó que no existía consenso entre los científicos sobre la nocividad del tabaco, otorgando al consenso un valor epistémico que no posee. De esta forma, apelando a la falta de consenso, sembró dudas y polarizó emocionalmente a la opinión pública. Pero la ciencia no se basa en consensos sino en evidencias. Este caso muestra cómo invocar (o negar) un consenso para defender posturas interesadas es un recurso retórico falaz que manipula psicológicamente a las personas. Se trata de una estrategia deshonesta que explota la extendida pero errada noción de que la verdad científica depende de que haya acuerdo entre los expertos.

En la ciencia, las teorías deben seguir siendo cuestionadas y puestas a prueba incluso si gozan de consenso mayoritario. De otra forma, se corre el riesgo de caer en dogmatismos seudocientíficos reñidos con el espíritu crítico. Por ello, los consensos científicos deben mantenerse en permanente escrutinio y estar dispuestos a evolucionar frente a nueva evidencia.

El afán por lograr consensos lleva también al pensamiento grupal. Surge así una masa conformista donde nadie se atreve a contradecir las ideas prevalecientes. Esto frena la innovación y promueve una peligrosa unanimidad que borra el pensamiento crítico. Tal ambiente asfixiante recuerda a regímenes totalitarios.

De hecho, el control del pensamiento era un elemento central de regímenes totalitarios como el estalinismo. A través de la propaganda y la represión se buscaba instaurar un consenso forzado en torno al líder y la ideología oficial. Esta pretensión de controlar las ideas de las personas llevó a graves violaciones de derechos humanos y crímenes contra la disidencia.

No es raro que algunos sectores de poder utilicen el concepto de consenso para legitimar sus intereses. Bajo esta pantalla, se toman decisiones que no reflejan el bien común sino que benefician a minorías privilegiadas. Del mismo modo, en aras del consenso se suelen sacrificar principios éticos fundamentales, cayendo en compromisos moralmente reprochables.

Un caso contemporáneo es el de la invasión a Irak en 2003. Las grandes potencias forzaron un consenso en la ONU, abusando de procedimientos para dar una apariencia de legalidad a una guerra que violaba el derecho internacional. Pese a las voces discrepantes, se instaló una sensación de consenso utilizada para justificar acciones reñidas con la ética.

Otras veces el problema viene cuando se presenta como consensos científicos lo que en realidad son meras opiniones o conjeturas. Un área donde esto se da mucho es en disciplinas "blandas" como psicología, sociología o economía. A menudo se extrapolan excesivamente hallazgos limitados y preliminares para construir teorías que luego son elevadas erróneamente a la categoría de hechos consensuados.

Resulta clave reconocer que la noción de consenso no surge de ideales democráticos o científicos. Sus raíces se encuentran en prácticas medievales impuestas por instituciones como la Iglesia Católica. El énfasis era entonces lograr una unanimidad absoluta, sofocando cualquier atisbo de disenso. Este sello autoritario aún permea el concepto.

La Iglesia Católica desarrolló el concepto de "consenso universal", que requería una adhesión unánime a sus doctrinas y dogmas. Esto se imponía activamente mediante tribunales inquisitoriales que condenaban la disidencia. Si bien la Inquisición ya no existe, ese instinto por suprimir el disenso se perpetúa cuando se defiende la necesidad de consensos forzados.

En el terreno político, la noción medieval de consenso también persiste cuando los sistemas de representación buscan fabricar artificialmente mayorías legislativas. Los partidos políticos esperan que sus miembros voten en bloque siguiendo la línea del partido, desalentando la disidencia interna. Así se crea una falsa apariencia de consenso que no refleja la diversidad de perspectivas.

Un ejemplo actual de imposición de consenso se da en el tema del cambio climático antropogénico. Pese a las voces disidentes, se insiste en presentar la cuestión como un hecho inobjetable. Sin embargo, el supuesto consenso oculta desacuerdos sobre la magnitud e impactos del fenómeno, así como sobre sus causas.

Los registros históricos muestran que la Tierra ha pasado por ciclos glaciales y periodos más cálidos a lo largo de su historia. Actualmente, los datos muestran que nos encontramos en la fase final de una era glacial, caracterizada por temperaturas globales extremadamente bajas. En el caso de que esta era efectivamente esté llegando a su fin, es completamente natural y esperable qué al salir de esta era glacial, las temperaturas en el planeta aumenten, tal como ha ocurrido anteriormente en el pasado. Sin embargo, algunos sectores aprovechan esta tendencia natural al calentamiento para culpar al ser humano y promover sus propias agendas políticas y económicas. Se exagera la responsabilidad humana en el calentamiento global con el fin de justificar políticas energéticas de cero emisiones, la implantación de impuestos abusivos, limitaciones al movimiento de las personas y un control totalitario sobre sus vidas. En definitiva, el alarmismo climático actual parece responder más a intereses políticos particulares que a un análisis objetivo de las evidencias históricas y científicas sobre la variabilidad natural del clima terrestre.

En conclusión, es importante mantener un sano escepticismo frente a los consensos. La unanimidad rara vez refleja la compleja realidad. Por el contrario, el disenso constructivo enriquece el conocimiento. Ideas disidentes que hoy parecen marginales pueden contener las semillas del progreso futuro.

Una sociedad saludable requiere libertad para disentir, espíritu crítico, escepticismo frente a las verdades "consensuadas" y una gestión prudente de los disensos evitando toda forma de censura o imposición forzada de ideas. La verdad solo puede surgir del libre y racional debate de diferentes perspectivas. Fabricar un consenso artificialmente mediante presiones es perjudicial, mina la libertad de pensamiento y la ciencia, y nos aleja de la verdad acercándonos al totalitarismo.

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